jueves, 12 de mayo de 2011

Homenaje a una doctora anónima

No hace mucho el lumbago me volvió a dejar clavada por enésima vez. Tras dos días de estar en casa y en vista de que la cosa iba para largo, me planté en mi centro de salud (CAP Manso) para pedir la baja. Como es habitual no conseguí cita con mi doctora para el mismo día y fui apuntada en una lista de “urgencias varias”, lo que viene a significar que te queda como mínimo una horita por delante de espera, ya que el enfermero al que fuí asignada iba sacando adelante su agenda del día y muy de vez en cuando intercalaba a alguno de los “urgentes” que le habían colado.

Me instalé en la sala de espera y no tardé en descubrir cerca un personaje que llamaba nuestra atención y despertaba todo nuestro pudor de forma pareja. Se trataba de un sin techo de mediana edad, muy alto, todavía fuerte a pesar de mostrar signos de deterioro, que cargaba con una voluminosa bolsa de pertenencias a la que no quitaba el ojo ni la mano y y un par de bolsas de supermercado, de una de las cuales asomaba un tetrabrick de vino abierto. El personaje en cuestión era, y espero no equivocarme, argentino, y disponía de dos dones frecuentes por esas tierras: una voz profunda e intensa y un discurso que sin duda habría sido rico y elaborado si no estuviera enturbiado por un enfado que enseguida relacioné con aquel vino. El hombre, que tenía todo el aspecto de haberse atildado a conciencia en una fuente y que a pesar de todo desprendía cierto aire de dignidad, se lamentaba de que estaba muy mal, de que estaba esperando que lo llamaran del Clínic para operarlo e intentaba arrastrarnos a su conversación sin éxito, pues todos andábamos disimulando y evitando cruzar nuestras miradas con él para no tener que participar en su monólogo.

La imagen era poderosa, pero también inesperada; no es que frecuente mucho el CAP, pero nunca hasta entonces había encontrado un sin techo o un mendigo en la sala de espera. Una doctora joven, que aparecía de vez en cuando para llamar a sus pacientes, fue interceptada por él en una de esas salidas. Creo que fuimos varios los que contuvimos la respiración, pero ella, con una naturalidad que me dejó pasmada, consultó su lista, miró tranquilamente a aquel hombre a la cara y le dijo de forma firme y cortés que estuviera tranquilo, que aún faltaban dos horas para su cita programada, que ella lo llamaría cuando llegase su turno.

El hombre insistió un poco en que él tenía cita, pero finalmente volvió a sentarse y a retomar su triste monólogo. Una hora después la doctora, tras llamar infructuosamente a varios pacientes que no estaban en la sala, invitó a pasar a aquel hombre, que cogió sus pesadas pertenencias y desapareció tras ella por la puerta de la consulta. Mi imaginación por entonces estaba totalmente desbocada: ¿Quién era aquel hombre? ¿qué le pasaba? ¿tendría que reconocerlo físicamente aquella doctora? ¿no sentiría repugnancia? ¿no tendría miedo si tenía que negarse a algún requerimiento de recetas o de ayudas? ¿habría algún compañero atento a cómo se desarrollaban las cosas en la consulta?

No pasó nada y pasó todo: al cabo de unos diez minutos aquel hombre salió de la consulta arrastrando los pies y su pesada carga. La doctora salía detrás de él en busca de un nuevo paciente y se despidieron de forma cortés. Se le notaba tranquilo, confortado, ya no hablaba al vacío mientras se dirigía lentamente a la salida. Aún recuerdo a aquella doctora, capaz de mirar a aquel hombre a los ojos sin miedo ni compasión. ¿Os he dicho ya que era muy joven?

1 comentario:

  1. Bonito relato.

    A mí me produce el mismo grado de inquietud y de expectación quitarle a un homeless un calcetín, que ir quitando las capas de cebolla (esa que te hace llorar, Mercè) del corazón a un machista o a un xenófobo que negarle una marca comercial de un fármaco a una cartillera que negarle una baja a un hombre de traje y corbata.

    Ese momento, un segundo antes de que se abra la caja de los truenos (y a veces la de galletas) al médico joven le entra el tembleque de piernas que la mesa camufla y el castañeo de dientes.

    En la mayoría de ocasiones, después del conflicto llega la yerma calma y la relación se refuerza, pero siempre te queda un impronta que te hace daño si la piensas mucho.

    Las cosas, efectivamente, no hay que pensarlas mucho.

    El conflicto la mayoría de las ocasiones surge de eso que se llama Determinantes Sociales de la Salud y que algunos piensan que no es cosa de médicos.

    No es de médicos, pero sí de médicos de familia.

    Roberto Sánchez

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